DULCE MIEL

Aquella mirada me impactó. Sí, lo supe desde el primer instante; sus ojos se clavaron  poderosamente en mi alma y ya no podría olvidarla. Era consciente de que el misterio me atraía; averiguar qué ocultaban aquellos ojos tristes, aquellos ojos color miel, era un reto que me imponía una situación que yo no dominaba ni había propiciado.

Se lo había advertido reiteradamente a Pablo: “No la traigas a casa”, pero no me escuchó. Esto provocó mi enfado y más aun al comprobar que poco le importaba mi opinión.

Dadas las circunstancias, me propuse dejarme llevar, improvisar, dejar de dominar todos mis actos, conceder a mi corazón la libertad de sentir, de entregar y obviar aquello que mi cabeza dictaba. 

La primera caricia fue temerosa, prudente, tan sutil que casi resultaba imperceptible.  Notar la suavidad de su pelo con el roce de mis dedos era una sensación novedosa y placentera. Admito que sus orejas atrajeron mi atención desde el primer momento y despertaron en mí el deseo de acariciarlas, y lo hice; un tacto aterciopelado me invitaba a continuar. El interior de sus orejas resultaba un lugar cálido y confortable. 

Disfruté plenamente recorriendo cada centímetro de su anatomía cefálica. Pausadamente, sin premura, como si el tiempo se hubiera detenido para nosotros. Detuve la mirada frente a aquellos ojos que parecían botones de caramelo, redonditos, cristalinos como el agua de una fuente pura. Noté el calor de su alimento en mis manos y sentí un escalofrío que recorrió mi cuerpo como si hubiera recibido una pequeña descarga eléctrica. No recordaba una sensación similar.  No nos conocíamos, era nuestra primera vez, pero ella dejaba notar la agitación de su respiración. Gemía tímidamente, aunque yo podía percibir los espasmos que ella no era capaz de controlar. No sé si sentía miedo, quizá quería indicarme que venía dispuesta a quedarse en mi vida. 

Para mí no existía duda, ya había subido el primer peldaño que conducía directo a mi corazón. Las sensaciones iban en aumento, logrando que olvidara mi enojo con Pablo, aunque aún permaneciera firme mi deseo de reprocharle su actitud, meramente por tozudez. 

Respondí con más caricias, dejando a un lado la prudencia, tratando de atender su acuciante demanda; pretendía que se sintiera cómoda, que supiera que aprobaba su presencia. No tardó en comprender mi postura y se aventuró a lamer mis manos. Notar esa humedad pegajosa me produjo una extraña sensación de desconcierto; no sabía si sentir repugnancia o tomar aquello como un preciado regalo que me ofrecía. Permanecí inmóvil, dejándole el dominio de la situación. Progresivamente su timidez inicial se había tornado en un estado de excitación descontrolada que manifestó emitiendo un sonoro ladrido que aún resuena en mis oídos.

Angélica Moreno

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