Mi querida tú

Mi querida tú que por fin apareces. Llevo tanto tiempo esperándote que me cuesta creer que ya estés aquí. Eres tan efímera que, a veces, he pensado que eres un espejismo. Nunca se bien dónde empiezas y dónde acabas, eres como uno de esos mares infinitos en los que me gusta perderme.

Querida tú que curas mis inviernos, das calor a mis noches frías y me embriagas con tu perfume. Qué bien hueles… da gusto respirarte en cada uno de tus días y de tus noches, a grandes bocanadas, sintiendo tu aliento afrutado en mi interior.

Querida tú porque si me dejases te haría eterna. Se que te pretenden muchos y que no te dejas atrapar. Eres la mejor y la peor de las amantes: generosa con todos pero exclusiva con ninguno.

Querida tú que eres sueño cuando estás y pesadilla cuando te vas. Eres recompensa y castigo. Verdad y mentira. Tortura, mi dulce tortura.

Querida tú que me hipnotizas. Me acaloro cuando salgo a verte porque tienes más luz que nada ni nadie. Sé que eres algo altiva y soberbia, no tienes comparación posible, eres una diosa que aparece sin avisar porque nadie te rechaza. Esa que todos esperan, esa que todos sueñan, esa eres tú…

Querida tú que me regalas tantas cosas… traes mariposas a mi estómago y vida a mis sentidos. Sí, contigo me siento vivo. Eres el dulce despertar que me saca de mi letargo.

Querida tú porque tienes más color que ninguna, más flores que un jardín y los mejores amaneceres. Querida… ¿Qué más puedo decirte? Eres luz, claridad, alegría, pasión…

Mi querida tú: ¿Me das el permiso de llamarte mía? Como es ésta una declaración formal de amor me he permitido ciertas licencias… espero que no te incomode. Mi querida primavera, por muy largos que se me hagan los meses sin ti, aquí siempre te estaré esperando… no te culpo por tu tardanza, pero anhelo impaciente tus regresos.

Mi querida primavera… un extasiado admirador que te venera.

Nunca mía, siempre tuyo.

Beatriz Gómez Pecci

Epístola a Santiago

Querida Santiago: 

        A ti, ciudad que me vio nacer veintidós años después mi nacimiento, donde una nereida del Mediterráneo transformó los veintidós inviernos de mi alma con sus veintiuna primaveras, donde conocí el monte Parnaso, donde mi mundo cambió hasta apenas reconocerlo. 

A ti, ciudad de convergencia de ríos, cuyo caudal creció con las lágrimas de nuestra despedida, villa de gran antigüedad, sede de mis pasiones, lecho de mi amor; a ti, urbe en la que dibujé los momentos más felices de mi vida, que en tus siglos de historia tracé la noche de mi despertar, noche que evoco a cada instante, noche que despierta la nostalgia en este triste corazón al que le llega el invierno vitalicio. 

A ti, donde Paio encontró al apóstol Santiago, campus stellae, estrellas que un día se sumaron a otra mucho más brillante, que no era sino mi estrella del sur del levante; a ti dedico esta epístola, despedida de un pasado que fue mejor.

Tú, que eras y seguirás siendo confluencia de caminos, hiciste que encontrara el rumbo que me llevaría al laberinto del amor, donde el atardecer más bello es capaz de arrancar del pecho el llanto más amargo, donde duelen más los momentos felices en la soledad que los instantes tristes que me evaden de tan lánguido sino. 
De ti, villa de mi alumbramiento, de ti me traje una canción y una cruz, la cruz de mi destino, que no es otro que amar un momento pasado, fugaz dicha que ensombrece mi ayer, momento utópico que no volverá, instante de amor que unió dos corazones en un mismo destino: el amor en la distancia. 

A ti, mi nereida del sol naciente, también va dedicada mi carta; a ti, que en la Plaza das Praterias me regalaste tu noche, tácita y serena, como el movimiento del césped con la suave brisa que precede al rocío. Tú, que me hiciste reconocer el amor, que rompiste el muro de hormigón que recubría mi corazón y mi alma; tú que eres causa, medio y fin de mi felicidad; tú también eres destinatario de la evocación de esta carta, epístola en el lecho de muerte de un nostálgico para el cual aquel instante fue recuerdo e inicio de cada día de su vida. 

Aquel instante, aquel beso, aquella caricia, aquella mirada. El tiempo se paró, los viandantes no pasaban y los peregrinos yacían cansados en sus aposentos. Aquel instante permanece en mi cabeza como un óleo en el cual puedo apreciar cada color, cada sombra, cada pincelada que diste para enmarcarlo en mis adentros, para calarlo tan hondo que ni la máquina más potente sería capaz de extraerlo. Lienzo idealizado y divinizado por mi romántica imaginación según algunos que son continente sin contenido, pero real como la muerte y el sufrimiento, como la morriña que causa en mi alma. 

Mi Santiago, querida ciudad, amada villa en la que Venus encargó a Hefesto forjar la flecha más potente para que su hijo creara el amor más poderoso desde Calisto y Melibea. 
¡Oh, Hefesto! ¿Por qué fue tan poderosa tu flecha, por qué forjaste esa saeta con tanto ímpetu que casi rompiste tu martillo? Por tu culpa cargo con este yugo; tú eres el responsable , porque no es sólo quien tira la flecha ni quien la encarga el culpable de la herida, sino también lo es más y en grado sumo quien la fabrica. 

Mi Santiago, campus stellae, en tu Monte do Gozo descubrí mi Parnaso, con mi única musa del oriente, monte desde el cual pude divisar todo tu esplendor, pero no lo que el futuro me deparaba en tu lecho. 

¿Por qué me hiciste conocer a la hija de Nereo, que desde el Mediterráneo y sin delfín cubrió por un instante todo mi mundo y cegó estos ojos de por vida? Tú también serás culpable de mi muerte, tú, que permitiste el paso de Cupido, tú, que cediste el paso al carro de Venus que trajo con su hijo mi locura. Pero no fue locura, la locura provoca felicidad al no ser consciente de lo que pasa; a mi me trajo un castigo mayor, una locura consciente y sin remedio. 

Aquella noche, cómo olvidar aquella noche; en aquella plaza, sentado, cegado, el mundo se paró en el instante en que aquella boca de fresa me regaló su beso, dulce hálito de vida, tiernos labios del rojo de las amapolas; en el momento en que el terciopelo de aquella piel acarició mi tez. Aquel soplo de tiempo en el que dos almas se encadenaron, aunque la cadena era de quinientos kilómetros y estaba anclada en sendos extremos. 

  Y aquella cadena, mi lastre, no era más que una familia, un trabajo, una situación precaria que impidió consumar un amor que no era equiparable a ningún mortal y que vació dos almas el resto de sus vidas. 

Hades, llévame contigo y que en un futuro quizá sea posible en tu mundo nuestro amor. Llévame contigo que yo dejaré a Caronte una moneda para mi nereida, o déjame en el Erebo, que yo la esperaré sentado, y cuanto más larga sea la espera más feliz seré, pues su vida habrá sido más próspera en el mundo superior. 
Mi campo de estrellas, cómo olvidar tantos momentos en tan poco tiempo, cómo no recordarte cada mañana al despertar y cada anochecer en mi melancólica alcoba donde sólo tu recuerdo es capaz de reconfortarme, de hacerme olvidar lo paupérrimo del mundo y del destino que me ha tocado vivir.

Largos y tristes han sido estos años, pero Hades ya escuchó mis súplicas y me reclama, porque esta enfermedad que mata más lentamente que el tabaco ya llega a su fin. Sólo te pido a ti, ciudad de mi recuerdo, que reclames mis cenizas porque son tuyas y sean esparcidas en el lugar en el cual mi vida y la del mundo entero se paró, en el preciso instante en el que dos almas se unieron y,  a pesar de no volver a verse, nunca rompieron esa unión. 

A ti dedico mi último adiós, a ti mi despedida, y a mi nereida un hasta pronto, en el cual mi espera será la esperanza. 


Roberto Ramos Rodríguez

La lucecita verde

Soy la lucecita verde encendida… Una y otra vez oye esa frase en su cabeza mientras ante sus ojos un pequeño guiño de intenso color verde hace todo tipo de malabares, como cuando un niño despliega todas sus artes para que se le haga caso.

Se incorpora en la cama, sudando, cansada, con el pelo revuelto y los ojos hinchados; sin comprender por qué esa impertinente lucecilla se empeña en colarse en sus sueños más bellos y privados, para arrancarla de ellos y devolverla al gris de su habitación, al silencio de su alma, que enmudeció hace ya tanto tiempo que no recuerda el sonido de su voz.

Solamente en sueños es capaz de vivir cosas bellas, intensas; solo en ellos es capaz de amar, de permitirse ser amada y entregarse a la magia de la pasión desatada que viene de la mano de los sentimientos más primitivos, más descarnados, más libres.

Cada noche se desnuda, se desliza entre las sábanas tibias con prisa, como si tuviera una cita que no se perdería por nada del mundo; y, en cierto modo, tiene una cita, inaplazable y tentadora, con la vida.

Esa vida que se ha empeñado en meter en una jaula con 7 candados para evitar, de este modo, ser herida, sufrir cuando algo se escapa de sus manos…

Si, tomó esa decisión de modo voluntario y deliberado aquella mañana cuando al despertar, y estirar la mano, él no estaba a su lado. Ahí estaba su silueta dibujada sobre el colchón, ahí estaba su olor impregnado en la almohada, ahí estaban sus dientes dibujados en la suave piel de su espalda… y ahí estaba la escueta nota con la que decía adiós del modo más cobarde y cruel que ella podía imaginar; Se iba de su lado, de su vida, de su cuerpo; se iba dejando en ella el deseo encendido y el corazón (ese músculo tan recurrentemente utilizado en la literatura) destrozado. La razón tampoco ayudaba nada, ya que le era absolutamente imposible comprender las razones que le habían llevado a desaparecer después de una noche donde sus cuerpos chocaron violentamente, sus labios se mordieron y la piel de ambos habló haciendo saltar fuegos artificiales.

Recordaba haberse levantado de la cama llorando en absoluto silencio, las lagrimas resbalando por sus mejillas en alocada carrera hasta sus labios, recorrer las habitaciones desnuda, sintiendo su larga melena abrazando su cuerpo, en un vano intento de confortarla, de consolarla… Le busco debajo de los muebles, dentro de cajones y armarios, detrás de cortinas y puertas, pensando que era solo una broma cruel de la que se reirían en cuanto le encontrara hermoso y altivo, como era él.

Sin embargo, no era una broma, no era una pesadilla, era una realidad que la desgarraba desde dentro, que la privaba del aire, de las ganas de seguir respirando, de la capacidad de pensar en nada que no fuera su olor, ese olor que la embriagaba en cualquier momento y lugar, sus ojos pequeños y llenos de vida, su voz, esa voz penetrante, intensa, con trazos de tenor que hacían que perdiera el control cuando la llamaba a su lado, en cualquier circunstancia, en cualquier situación, si su voz cantaba su nombre…¡ella perdía la compostura y volaba ,presa de una locura que la consumía , a su lado!

Cuando se dio cuenta, y aceptó, que no volvería a su lado, que ese era el final de una historia apasionada y apasionante, se prometió a si misma que no volvería a permitir que un sentimiento parecido la hiciera perder las riendas de su vida.

Se vistió de prudencia y recato, se peinó con moderación en un elegante recogido, se perfumo con aroma de realismo y emprendió una vida carente de color, de ritmo, donde el trabajo, las obligaciones y las buenas maneras la hicieron escalar peldaños en eso tan bien visto del reconocimiento social, de los éxitos profesionales y del mundo impersonal de las cosas, de los hechos, donde los sentimientos y las emociones no encuentran una rendija por la que colarse…

Todo tiene un sitio medido y adecuado, todo se mantiene en un equilibrio perfecto y un orden inmaculado; todo... ¡menos sus sueños!

En ellos, en ese mundo paralelo que abre sus puertas cuando la oscuridad acecha con guiños de estrellas, ella se permite, de nuevo, ser mujer, ser mujer enamorada.

No cabe la educación represora, la hipócrita moral impuesta desde arriba, la mentira vivida día tras día, hora tras hora.

En esas horas solo existe lo primitivo, lo que nace del instinto animal, de la hembra domesticada por años de doma y obediencia que rompe con lo socialmente establecido y acude rauda en pos de la quimera.

El ritual comienza siempre del mismo modo, apaga las luces de la casa y camina descalza por el pasillo de la casa hasta llegar al dormitorio, allí se desviste sin prisa, coloca ordenadamente la ropa limpia en la silla que la mira con familiar sonrisa desde la esquina, apoyada contra la pared.

Se quita los pendientes y suelta su melena, siempre recogida, y se cepilla el pelo de modo mecánico durante unos minutos, anhelando en secreto sentir unos dedos enredados en ellos, unas manos que en circulares movimientos van dirigiendo sus pensamientos al abandono absoluto del cuerpo.

Abre la cama, ordenada y meticulosamente; entra siempre por el mismo lado, usa siempre el mismo lado de la almohada.

Se tumba boca arriba, durante un segundo sus manos acarician su cuerpo desnudo, siente la suavidad de su propia piel en los dedos y un pequeño hormigueo en la boca del estomago la ordena detener cualquier movimiento; se hace un ovillo de lado y cierra los ojos. A los pocos minutos su acompasada y rítmica respiración delata, sin posibilidad de error, que está dormida, profundamente dormida.

Y en ese segundo comienza la vida. Ella no lo sabe, pero su respiración se acelera, su pulso se dispara, su boca se abre en una sonrisa descarada y osada. Ella no recuerda nunca por la mañana lo que ha soñado, ni quien la acompañaba en ese viaje imaginario, no sabe que se ha entregado sin reservas al placer, a la lujuria desmedida que tan mal vista estaría por sus compañeros de trabajo. No recuerda que cada noche recorre miles de caminos hasta encontrarle, hasta conseguir estar frente a él y mirar

sus ojos para poder preguntarle “¿Por qué? ¿Por qué te fuiste de ese modo de mi lado?” Él no dice nada, solo la mira y la estrecha en sus brazos, aprieta fuerte sus manos alrededor de su cintura e inclina la cabeza para dejar que sus labios se fundan con los de ella en lo que es un apasionado beso.

No se resiste, no quiere hacerlo; tampoco se mueve cuando siente como sus dedos desabrochan los botones de la camisa roja que siempre lleva en los sueños, cuando la deja caer deslizándola por sus hombros y termina en el suelo, junto al resto de la ropa.

No recuerda como siente con cada milímetro de su cuerpo, como su piel sedienta bebe de la piel de él, como sus entrañas se abren de par en par para recibir en ellas la vida en forma de colores variados, colores que salen de su risa al ser proyectada, desde sus labios, al infinito.

Todos los días, cada noche, sueña con él, y cuando despierta se siente vacía, hueca, inmersa en una vida sin sentido en la que todos admiran a la trabajadora, a la compañera, a la jefa… pero ignoran a la persona que hay detrás de la fachada, ignoran sus sentimientos, su soledad, su frustración, sus miedos, y por tanto, también sus deseos, su esencia de mujer encerrada en un precioso frasco de cristal ahumado que no deja ver lo que hay dentro.

Ese sentimiento dura poco, apenas unas décimas de segundo cada mañana, no puede ni quiere permitirse recordar qué ha pasado, ni que quiere realmente, qué desea. Ignora ese olor familiar que desprende su cuerpo y que trae a la memoria tantas ocasiones pasadas hace tanto tiempo.

Se mete en la ducha, se toma un café bien cargado, se viste de mujer respetable y eficiente, coge el bolso y su maletín para salir corriendo camino del garaje donde la espera silencioso y sin reproches su flamante coche recién comprado para llevarla al trabajo, donde un nuevo día hará viejas cosas que se repiten sin sentido jornada tras jornada.

Ignora las bromas del jefe supremo, las miradas codiciosas de algún compañero (por supuesto casado) que la mira el escote mientras la propone un café, o una copa, cuando termine el día.

No le interesan, nada.

Y van ya más de 5 años en los que nunca pasa nada, en los que se suceden las horas, los meses, sin que nada rompa el tedio.

Se mira en el espejo y sigue viendo una mujer, todavía hermosa, que ya no va a sufrir jamás por un hombre…pero tampoco va a disfrutar por y para un hombre, no va a ser feliz perdiéndose en unos ojos encendidos, ni dejándose llevar por tanto deseo reprimido…

Y van 5 años y un día cuando una mañana, al bajar corriendo por la escalera camino del garaje, se choca de frente con él que sube en silencio, sin prisa. Y le mira y no dice nada, no puede articular palabra, solo mirarle, admirarle, embriagarse de su presencia… su pecho se agita debajo de la camisa, sus labios se entreabren, tiemblan sus piernas; siente un vértigo que la devora cuando él la besa apasionado, muerde sus labios y la acaricia todo el cuerpo… Se abandona a él, se entrega, le recibe, y…

¡Un chirriante sonido la saca del sueño! La lucecita verde, siempre encendida, le grita la hora, las 2 de la madrugada, con su parpadeo infinito que proviene del reloj de la mesilla, y se ríe burlona y cruel cuando le dice: “todo ha sido solo un sueño, olvida”.

Una lagrima díscola se escapa de su prisión, un temblor involuntario la sacude por completo, hasta la soledad la abandona en ese momento… y ella cierra los ojos y ¡Olvida!

Mar López
Agosto del 2013.