La lucecita verde

Soy la lucecita verde encendida… Una y otra vez oye esa frase en su cabeza mientras ante sus ojos un pequeño guiño de intenso color verde hace todo tipo de malabares, como cuando un niño despliega todas sus artes para que se le haga caso.

Se incorpora en la cama, sudando, cansada, con el pelo revuelto y los ojos hinchados; sin comprender por qué esa impertinente lucecilla se empeña en colarse en sus sueños más bellos y privados, para arrancarla de ellos y devolverla al gris de su habitación, al silencio de su alma, que enmudeció hace ya tanto tiempo que no recuerda el sonido de su voz.

Solamente en sueños es capaz de vivir cosas bellas, intensas; solo en ellos es capaz de amar, de permitirse ser amada y entregarse a la magia de la pasión desatada que viene de la mano de los sentimientos más primitivos, más descarnados, más libres.

Cada noche se desnuda, se desliza entre las sábanas tibias con prisa, como si tuviera una cita que no se perdería por nada del mundo; y, en cierto modo, tiene una cita, inaplazable y tentadora, con la vida.

Esa vida que se ha empeñado en meter en una jaula con 7 candados para evitar, de este modo, ser herida, sufrir cuando algo se escapa de sus manos…

Si, tomó esa decisión de modo voluntario y deliberado aquella mañana cuando al despertar, y estirar la mano, él no estaba a su lado. Ahí estaba su silueta dibujada sobre el colchón, ahí estaba su olor impregnado en la almohada, ahí estaban sus dientes dibujados en la suave piel de su espalda… y ahí estaba la escueta nota con la que decía adiós del modo más cobarde y cruel que ella podía imaginar; Se iba de su lado, de su vida, de su cuerpo; se iba dejando en ella el deseo encendido y el corazón (ese músculo tan recurrentemente utilizado en la literatura) destrozado. La razón tampoco ayudaba nada, ya que le era absolutamente imposible comprender las razones que le habían llevado a desaparecer después de una noche donde sus cuerpos chocaron violentamente, sus labios se mordieron y la piel de ambos habló haciendo saltar fuegos artificiales.

Recordaba haberse levantado de la cama llorando en absoluto silencio, las lagrimas resbalando por sus mejillas en alocada carrera hasta sus labios, recorrer las habitaciones desnuda, sintiendo su larga melena abrazando su cuerpo, en un vano intento de confortarla, de consolarla… Le busco debajo de los muebles, dentro de cajones y armarios, detrás de cortinas y puertas, pensando que era solo una broma cruel de la que se reirían en cuanto le encontrara hermoso y altivo, como era él.

Sin embargo, no era una broma, no era una pesadilla, era una realidad que la desgarraba desde dentro, que la privaba del aire, de las ganas de seguir respirando, de la capacidad de pensar en nada que no fuera su olor, ese olor que la embriagaba en cualquier momento y lugar, sus ojos pequeños y llenos de vida, su voz, esa voz penetrante, intensa, con trazos de tenor que hacían que perdiera el control cuando la llamaba a su lado, en cualquier circunstancia, en cualquier situación, si su voz cantaba su nombre…¡ella perdía la compostura y volaba ,presa de una locura que la consumía , a su lado!

Cuando se dio cuenta, y aceptó, que no volvería a su lado, que ese era el final de una historia apasionada y apasionante, se prometió a si misma que no volvería a permitir que un sentimiento parecido la hiciera perder las riendas de su vida.

Se vistió de prudencia y recato, se peinó con moderación en un elegante recogido, se perfumo con aroma de realismo y emprendió una vida carente de color, de ritmo, donde el trabajo, las obligaciones y las buenas maneras la hicieron escalar peldaños en eso tan bien visto del reconocimiento social, de los éxitos profesionales y del mundo impersonal de las cosas, de los hechos, donde los sentimientos y las emociones no encuentran una rendija por la que colarse…

Todo tiene un sitio medido y adecuado, todo se mantiene en un equilibrio perfecto y un orden inmaculado; todo... ¡menos sus sueños!

En ellos, en ese mundo paralelo que abre sus puertas cuando la oscuridad acecha con guiños de estrellas, ella se permite, de nuevo, ser mujer, ser mujer enamorada.

No cabe la educación represora, la hipócrita moral impuesta desde arriba, la mentira vivida día tras día, hora tras hora.

En esas horas solo existe lo primitivo, lo que nace del instinto animal, de la hembra domesticada por años de doma y obediencia que rompe con lo socialmente establecido y acude rauda en pos de la quimera.

El ritual comienza siempre del mismo modo, apaga las luces de la casa y camina descalza por el pasillo de la casa hasta llegar al dormitorio, allí se desviste sin prisa, coloca ordenadamente la ropa limpia en la silla que la mira con familiar sonrisa desde la esquina, apoyada contra la pared.

Se quita los pendientes y suelta su melena, siempre recogida, y se cepilla el pelo de modo mecánico durante unos minutos, anhelando en secreto sentir unos dedos enredados en ellos, unas manos que en circulares movimientos van dirigiendo sus pensamientos al abandono absoluto del cuerpo.

Abre la cama, ordenada y meticulosamente; entra siempre por el mismo lado, usa siempre el mismo lado de la almohada.

Se tumba boca arriba, durante un segundo sus manos acarician su cuerpo desnudo, siente la suavidad de su propia piel en los dedos y un pequeño hormigueo en la boca del estomago la ordena detener cualquier movimiento; se hace un ovillo de lado y cierra los ojos. A los pocos minutos su acompasada y rítmica respiración delata, sin posibilidad de error, que está dormida, profundamente dormida.

Y en ese segundo comienza la vida. Ella no lo sabe, pero su respiración se acelera, su pulso se dispara, su boca se abre en una sonrisa descarada y osada. Ella no recuerda nunca por la mañana lo que ha soñado, ni quien la acompañaba en ese viaje imaginario, no sabe que se ha entregado sin reservas al placer, a la lujuria desmedida que tan mal vista estaría por sus compañeros de trabajo. No recuerda que cada noche recorre miles de caminos hasta encontrarle, hasta conseguir estar frente a él y mirar

sus ojos para poder preguntarle “¿Por qué? ¿Por qué te fuiste de ese modo de mi lado?” Él no dice nada, solo la mira y la estrecha en sus brazos, aprieta fuerte sus manos alrededor de su cintura e inclina la cabeza para dejar que sus labios se fundan con los de ella en lo que es un apasionado beso.

No se resiste, no quiere hacerlo; tampoco se mueve cuando siente como sus dedos desabrochan los botones de la camisa roja que siempre lleva en los sueños, cuando la deja caer deslizándola por sus hombros y termina en el suelo, junto al resto de la ropa.

No recuerda como siente con cada milímetro de su cuerpo, como su piel sedienta bebe de la piel de él, como sus entrañas se abren de par en par para recibir en ellas la vida en forma de colores variados, colores que salen de su risa al ser proyectada, desde sus labios, al infinito.

Todos los días, cada noche, sueña con él, y cuando despierta se siente vacía, hueca, inmersa en una vida sin sentido en la que todos admiran a la trabajadora, a la compañera, a la jefa… pero ignoran a la persona que hay detrás de la fachada, ignoran sus sentimientos, su soledad, su frustración, sus miedos, y por tanto, también sus deseos, su esencia de mujer encerrada en un precioso frasco de cristal ahumado que no deja ver lo que hay dentro.

Ese sentimiento dura poco, apenas unas décimas de segundo cada mañana, no puede ni quiere permitirse recordar qué ha pasado, ni que quiere realmente, qué desea. Ignora ese olor familiar que desprende su cuerpo y que trae a la memoria tantas ocasiones pasadas hace tanto tiempo.

Se mete en la ducha, se toma un café bien cargado, se viste de mujer respetable y eficiente, coge el bolso y su maletín para salir corriendo camino del garaje donde la espera silencioso y sin reproches su flamante coche recién comprado para llevarla al trabajo, donde un nuevo día hará viejas cosas que se repiten sin sentido jornada tras jornada.

Ignora las bromas del jefe supremo, las miradas codiciosas de algún compañero (por supuesto casado) que la mira el escote mientras la propone un café, o una copa, cuando termine el día.

No le interesan, nada.

Y van ya más de 5 años en los que nunca pasa nada, en los que se suceden las horas, los meses, sin que nada rompa el tedio.

Se mira en el espejo y sigue viendo una mujer, todavía hermosa, que ya no va a sufrir jamás por un hombre…pero tampoco va a disfrutar por y para un hombre, no va a ser feliz perdiéndose en unos ojos encendidos, ni dejándose llevar por tanto deseo reprimido…

Y van 5 años y un día cuando una mañana, al bajar corriendo por la escalera camino del garaje, se choca de frente con él que sube en silencio, sin prisa. Y le mira y no dice nada, no puede articular palabra, solo mirarle, admirarle, embriagarse de su presencia… su pecho se agita debajo de la camisa, sus labios se entreabren, tiemblan sus piernas; siente un vértigo que la devora cuando él la besa apasionado, muerde sus labios y la acaricia todo el cuerpo… Se abandona a él, se entrega, le recibe, y…

¡Un chirriante sonido la saca del sueño! La lucecita verde, siempre encendida, le grita la hora, las 2 de la madrugada, con su parpadeo infinito que proviene del reloj de la mesilla, y se ríe burlona y cruel cuando le dice: “todo ha sido solo un sueño, olvida”.

Una lagrima díscola se escapa de su prisión, un temblor involuntario la sacude por completo, hasta la soledad la abandona en ese momento… y ella cierra los ojos y ¡Olvida!

Mar López
Agosto del 2013.

No hay comentarios:

Publicar un comentario