Murió en un cine. Solo, triste, repudiado por el mismo mundo que hacía ya muchos años había decidido abandonar. Su escasa carne, sus débiles huesos, adoptaron la forma de la butaca donde se había derrumbado, como hacía siempre que se sentaba, para escapar de todos. No le interesaba la película, no era amante del cine, pero sí de la soledad. Era sujeto y predicado, era alfa y omega, pues todo empezaba con él y con él acababa.
Cuando las luces de la sala empujaron las tinieblas más allá del ambigú, nadie reparó en él. “Otro que se ha dormido”, pensó la joven pareja cuando, casi rozando la manga de su sucia gabardina, pasaron junto a su cuerpo con mueca burlona. Pero él no se inmutó, y sus ojos sin vida, anémicos, continuaron fijos dejando correr los créditos a su antojo por la pantalla.
Cuando el acomodador reparó en su presencia, trató de despertarlo. En sus manos huesudas, aferrado todavía, el ticket. En sus brazos laxos, la presencia de la muerte. En su rostro, imborrable, la pena.
Cuando la policía acudió preguntó a los sanitarios cuándo había muerto. No supieron qué responder.
Lo que ignoraban era que llevaba toda la vida muerto, pero que sólo se dio cuenta de ello cuando el proyector arrojó a la pantalla la palabra “fin”.
FIN
Jesús Yébenes
Muy bueno. Me ha gustado mucho
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