Querida Santiago:
A ti, ciudad que me vio nacer veintidós años después mi nacimiento, donde una nereida del Mediterráneo transformó los veintidós inviernos de mi alma con sus veintiuna primaveras, donde conocí el monte Parnaso, donde mi mundo cambió hasta apenas reconocerlo.
A ti, ciudad de convergencia de ríos, cuyo caudal creció con las lágrimas de nuestra despedida, villa de gran antigüedad, sede de mis pasiones, lecho de mi amor; a ti, urbe en la que dibujé los momentos más felices de mi vida, que en tus siglos de historia tracé la noche de mi despertar, noche que evoco a cada instante, noche que despierta la nostalgia en este triste corazón al que le llega el invierno vitalicio.
A ti, donde Paio encontró al apóstol Santiago, campus stellae, estrellas que un día se sumaron a otra mucho más brillante, que no era sino mi estrella del sur del levante; a ti dedico esta epístola, despedida de un pasado que fue mejor.
Tú, que eras y seguirás siendo confluencia de caminos, hiciste que encontrara el rumbo que me llevaría al laberinto del amor, donde el atardecer más bello es capaz de arrancar del pecho el llanto más amargo, donde duelen más los momentos felices en la soledad que los instantes tristes que me evaden de tan lánguido sino.
De ti, villa de mi alumbramiento, de ti me traje una canción y una cruz, la cruz de mi destino, que no es otro que amar un momento pasado, fugaz dicha que ensombrece mi ayer, momento utópico que no volverá, instante de amor que unió dos corazones en un mismo destino: el amor en la distancia.
A ti, mi nereida del sol naciente, también va dedicada mi carta; a ti, que en la Plaza das Praterias me regalaste tu noche, tácita y serena, como el movimiento del césped con la suave brisa que precede al rocío. Tú, que me hiciste reconocer el amor, que rompiste el muro de hormigón que recubría mi corazón y mi alma; tú que eres causa, medio y fin de mi felicidad; tú también eres destinatario de la evocación de esta carta, epístola en el lecho de muerte de un nostálgico para el cual aquel instante fue recuerdo e inicio de cada día de su vida.
Aquel instante, aquel beso, aquella caricia, aquella mirada. El tiempo se paró, los viandantes no pasaban y los peregrinos yacían cansados en sus aposentos. Aquel instante permanece en mi cabeza como un óleo en el cual puedo apreciar cada color, cada sombra, cada pincelada que diste para enmarcarlo en mis adentros, para calarlo tan hondo que ni la máquina más potente sería capaz de extraerlo. Lienzo idealizado y divinizado por mi romántica imaginación según algunos que son continente sin contenido, pero real como la muerte y el sufrimiento, como la morriña que causa en mi alma.
Mi Santiago, querida ciudad, amada villa en la que Venus encargó a Hefesto forjar la flecha más potente para que su hijo creara el amor más poderoso desde Calisto y Melibea.
¡Oh, Hefesto! ¿Por qué fue tan poderosa tu flecha, por qué forjaste esa saeta con tanto ímpetu que casi rompiste tu martillo? Por tu culpa cargo con este yugo; tú eres el responsable , porque no es sólo quien tira la flecha ni quien la encarga el culpable de la herida, sino también lo es más y en grado sumo quien la fabrica.
Mi Santiago, campus stellae, en tu Monte do Gozo descubrí mi Parnaso, con mi única musa del oriente, monte desde el cual pude divisar todo tu esplendor, pero no lo que el futuro me deparaba en tu lecho.
¿Por qué me hiciste conocer a la hija de Nereo, que desde el Mediterráneo y sin delfín cubrió por un instante todo mi mundo y cegó estos ojos de por vida? Tú también serás culpable de mi muerte, tú, que permitiste el paso de Cupido, tú, que cediste el paso al carro de Venus que trajo con su hijo mi locura. Pero no fue locura, la locura provoca felicidad al no ser consciente de lo que pasa; a mi me trajo un castigo mayor, una locura consciente y sin remedio.
Aquella noche, cómo olvidar aquella noche; en aquella plaza, sentado, cegado, el mundo se paró en el instante en que aquella boca de fresa me regaló su beso, dulce hálito de vida, tiernos labios del rojo de las amapolas; en el momento en que el terciopelo de aquella piel acarició mi tez. Aquel soplo de tiempo en el que dos almas se encadenaron, aunque la cadena era de quinientos kilómetros y estaba anclada en sendos extremos.
Y aquella cadena, mi lastre, no era más que una familia, un trabajo, una situación precaria que impidió consumar un amor que no era equiparable a ningún mortal y que vació dos almas el resto de sus vidas.
Hades, llévame contigo y que en un futuro quizá sea posible en tu mundo nuestro amor. Llévame contigo que yo dejaré a Caronte una moneda para mi nereida, o déjame en el Erebo, que yo la esperaré sentado, y cuanto más larga sea la espera más feliz seré, pues su vida habrá sido más próspera en el mundo superior.
Mi campo de estrellas, cómo olvidar tantos momentos en tan poco tiempo, cómo no recordarte cada mañana al despertar y cada anochecer en mi melancólica alcoba donde sólo tu recuerdo es capaz de reconfortarme, de hacerme olvidar lo paupérrimo del mundo y del destino que me ha tocado vivir.
Largos y tristes han sido estos años, pero Hades ya escuchó mis súplicas y me reclama, porque esta enfermedad que mata más lentamente que el tabaco ya llega a su fin. Sólo te pido a ti, ciudad de mi recuerdo, que reclames mis cenizas porque son tuyas y sean esparcidas en el lugar en el cual mi vida y la del mundo entero se paró, en el preciso instante en el que dos almas se unieron y, a pesar de no volver a verse, nunca rompieron esa unión.
A ti dedico mi último adiós, a ti mi despedida, y a mi nereida un hasta pronto, en el cual mi espera será la esperanza.
Roberto Ramos Rodríguez
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